Cautela e imaginación Teatro Municipal de Santiago de Chile Miércoles 18 y viernes 27 de julio de 2007
Jeanne-Michèle Charbonnet (Isolda) y Petra Lang (Brangania), primer acto, Tristán e Isolda, Teatro Municipal, Santiago de Chile, 2007
TRISTAN E ISOLDA, drama musical en tres actos de Richard Wagner. Dirección musical: Jan Latham-Koenig. Dirección de escena: Marcelo Lombardero. Escenografía e iluminación: Ramón López. Vestuario: Luciana Gutman. Dirección de arte y diseño de arte digital: Diego Siliano. Reparto: John Treleaven (Tristán), Jeanne-Michèle Charbonnet (Isolda), Christopher Robertson (Kurwenal), Petra Lang (Brangania), Reinhard Hagen (Rey Marke), Ricardo Seguel (Melot), José Castro (Pastor), Javier Arrey (Timonel), Pedro Espinoza (Marino). Orquesta Filarmónica de Santiago. Coro del Teatro Municipal, director: Jorge Klastornick.
Tristán e Isolda representa para muchos el corazón de la producción de Richard Wagner. A diferencia del Anillo, no incluye el deseo político de dominación en la trama argumental, ni sitúa la religiosidad al centro como en Parsifal. Tristán e Isolda es, lisa y llanamente, una historia de amor, no estorbada por tramas paralelas ni sofisticadas equivocaciones. No es tampoco la actualización de un mito o leyenda, donde los ajustes en los engranajes arrojan un resultado muy distinto al original, pero que, cosa curiosa, se presenta con sello de autoridad; no deja de ser interesante que quienes pasan por Wagner crean que la mitología nórdico-germana y las correrías caballerescas del Grial son tal y como él las pinta. Wagner se ha apropiado del texto de Gottfried von Strassburg al punto de disolverlo y casi prescindir de él; ya poco importa que se trate de una historia medieval: Tristán e Isolda es la historia de amor y muerte de un hombre y una mujer.
Pero acaso, ¿no es eso lo más operístico del mundo? Desde L'Orfeo de Monteverdi al Wozzeck de Berg, pasando por Dido and Aeneas, Carmen y Tosca, las mujeres y los hombres han matado y muerto por amor. Y lo han hecho de las formas más extrañas y poco naturales posibles: con la mirada, las manos, navajas, dagas, espadas, veneno; en duelos, piras, arrojándose al vacío, enterrándose vivos. Y siempre lo han hecho cantando: en recitativos, arias, cabalettas, dúos, tríos y conjuntos. ¿Por qué entonces Tristán e Isolda es tan temida por el público, como si fueran a ver algo insólito, extravagante y poco convencional? ¿Por qué -aunque esta es una pregunta muy distinta- es tan difícil de montar?
La historia de la representación parece indicar que en Tristán e Isolda no pasa nada, que la acción es interna. ¡Y cómo escenificar eso! Es cierto que no ocurre mucho en escena; que los pocos momentos de intensidad y progreso dramático están concentrados y ocurren muy apuradamente (el arribo a Kornwall, la dos entradas de Marke) que ni siquiera hay excusa para el exotismo (como en las óperas barrocas donde a falta de acción hay buenos decorados). Y por todo ello, muchas puestas en escena sencillamente han optado por no hacer nada. Las merecidamente famosas funciones de Birgit Nilsson y Jon Vickers en el Festival de Orange en 1973 contaron con una infame puesta en escena en la que literalmente no pasaba nada. Podría pensarse que la dificultad de montar la ópera es solo una falta de imaginación de los directores de escena; pero contamos, por fortuna, con buenas versiones escénicas, que a sabiendas que no ocurre demasiado fuera de los personajes, han optado por facilitar la tarea de transmitir su interioridad. Quizá el caso más bellamente ejecutado sea la puesta en escena de Jean-Pierre Ponnelle en el Festival de Bayreuth entre los años 1981 y 1987, quien ofreció un escenario limpio, pero no desnudo, en el cual dominaba la figura de un gran árbol, exuberante para el segundo, mustio para el tercero de los actos.
Al problema de montar la ópera se suma el miedo del público. Temer a Wagner es, después de todo, comprensible. Cualquiera que haya pasado por cualquiera de sus primeros actos sabe que la experiencia puede ser ardua. Si en un teatro vecino se estuviera ofreciendo Salomé o Elektra podríamos, de hecho, asistir a esa función y después cambiarnos para ver los actos segundo y tercero de Parsifal o Götterdämmerung. La longitud es el disuasivo mayor de las óperas de Wagner. Si bien no es posible erradicar esa característica (¿sería Wagner lo mismo si durara menos?), en algunas ocasiones se ve mitigada por una dirección orquestal más rápida. No siempre esa elección es la mejor, en particular cuando el único detalle es que todo suena más veloz que de costumbre. Por ello es interesante notar dónde los directores pisan el acelerador y dónde el freno.
John Treleaven (Tristán) y Jeanne-Michèle Charbonnet (Isolda), segundo acto de Tristan e Isolda, Teatro Municipal, Santiago de Chile, 2007
Jan Latham-Koenig es un músico de indudable profesionalismo. Nos lo ha demostrado con largueza en sus Britten pasados, y lo vuelve a hacer ahora con un Wagner transparente y entregado. En promedio, las funciones aquí comentadas demoraron 220 minutos, lo que permite inscribir a este Tristán en la lista de los rápidos (piénsese en el de Karl Böhm, con 218 minutos). Pero la agilidad no está distribuida igualitariamente, sino que afecta principalmente a su acto central, de tan solo 68 minutos. Si bien en la primera función el preludio partió algo dubitativo, en particular por el énfasis exagerado en las pausas, el primer acto está sumamente trabajado. Latham-Koenig pinta con inteligencia la ambivalencia de los sentimientos de Isolda, y obtiene momentos muy honestos para el entusiasmo de Kurwenal y el cariño de Brangania. En ambas funciones, aunque más notorio en la primera, el final del acto fue severamente afectado por la descordinación entre el foso y la orquesta tras bambalinas, prácticamente inaudible. No deja de llamar la atención, porque tampoco hubo coro en escena, y la canción de Morold fue coreada y coreografiada tras una cortina, lo cual ahogó completamente el sonido.
En contraste con el tono más bien oscuro y submarino del primer acto, el tercero se caracterizó por una delineada frialdad. Latham-Koenig bordó en una filigrana el solitario refugio de Tristán, mostrando un sentido de la unidad admirable. Nada sobró en un acto al que solistas y público suelen llegar agotados. Pero llama más la atención el segundo de los actos. La concepción del director, en esta y otras obras, ha sido siempre la de favorecer una concepción ágil y precisa del género dramático, pero que llevada al extremo puede no servir demasiado al tipo de situación que Wagner sugiere ocurre en este segundo acto. Latham-Koenig parece hacer reposar su concepción en una idea a medio camino entre las interpretaciones camerística de Carlos Kleiber y pasional de Karl Böhm, con un resultado más cercano al último, pero sin la fuerza necesaria para transmitir un mensaje de arrebato y fusión entre los dos protagonistas. No contribuye a ello, por ejemplo, haber situado a Brangania tan cerca de la boca del escenario para comunicar su primera advertencia, como tampoco disolver los contrastes entre las partes del enorme dúo (por de pronto, entramos en "O sink hernieder" casi como si fuera una continuación de la sección que lo precede).
John Treleaven y Jeanne-Michèle Charbonnet conocen sus roles y se complementan discretamente. Treleaven cuenta con una voz no demasiado grata, pero resiste con aplomo los tres actos. Muestra un Tristán inicialmente juvenil, algo indiferente a todo, y se entrega a sus delirios con entusiasmo más que tormento. Charbonnet iluminó el Teatro en 2005 con una Ortrud de antología en el recordado Lohengrin de Alfred Kirchner. La expectativa para ahora era alta, pero no fue todo lo que esperábamos. Su primer acto es algo forzado, con agudos inestables y sin la rabia y anhelo de venganza que el texto tanto sugiere; resulta una Isolda más entregada a la ironía que a la ira. Se la ve más cómoda en los encantos amorosos del segundo acto, pero llega cansada al "Mild und leise", algo que derechamente se notó en la última función. Es una actriz de buen nivel, por más que el vestuario del acto final no la ayudara a transmitir nada.
Petra Lang (Bragania), primer acto, Tristán e Isolda, Teatro Municipal, Santiago de Chile, 2007
Petra Lang en Brangania fue un lujo. Posee una voz de mezzo clara, extremadamente musical, a ratos sobrepasando en volumen a Isolda (y uno incluso se pregunta si no debieron haber intercambiado roles). Christopher Robertson, capitán Balstrode en el último Peter Grimes, pintó un Kurwenal lleno de vida, fiel y comprometido con su amo; un muy buen uso de su cuerpo como contraste a los sentimientos cándidos e incluso torpes que impregnan al personaje. Reinhard Hagen cantó Marke con nobleza en una voz cálida y redonda, a pesar de manifestar problemas en la última función (difícilmente cansancio para un rol tan breve, quizá alguna falla de salud o la polución de la capital). Correctísimo y conmovedor el pastor de José Castro, excesivamente efusivo en la primera función el marino de Pedro Espinoza.
Marcelo Lombardero firmó el año pasado una Vuelta de tuerca que abría el apetito, pero su Tristán es inestable. Utilizó proyecciones que permitieron transiciones y cambios de escena muy acertados, pero hace depender demasiado su propuesta de una visión frontal del escenario. Esto se nota menos en su primer acto, derechamente el más logrado. Se filmaron imágenes del mar que fueron proyectadas como parte de la travesía, y otras como fondo del primer encuentro post-filtro de los protagonistas y como entorno para el Liebestod; en ese orden, funcionaron de más a menos, principalmente por el tono gris que transmitían para lo último. Notable el cambio que provoca la imagen proyectada una vez que Marke irrumpe en el segundo acto. La escenografía de Ramón López mostró contornos cuadrados y predominó durante toda la función un color verdoso. El manejo del dúo en el acto segundo, con la pareja cantando sobre (o tras) un cielo estrellado y luego nublado, fue convencional; parece una mezcla de algún fondo de pantalla de Windows ("Noche estrellada" tal vez) con la iluminación de las puestas de Roberto Oswald y Aníbal Lápiz cuando intentaban solucionar los momentos íntimos o siniestros (sí, sin distinción alguna). De hecho, buena parte de esta puesta acusa una influencia de la dupla argentina que uno pensaba, a estas alturas, ya estaría para el archivo. Es cierto que ellos contribuyeron a consolidar el repertorio wagneriano en Chile, pero ese mérito político no impide criticar sus concepciones acartonadas y "fieles al original" (es cosa de acordarse de las hijas del Rhin nadando colgadas del techo). ¿Por qué no se aprovechó más la iluminación o se sacó más partido a las proyecciones? Podría haber resultado algo ligeramente más innovador y menos estático.
El vestuario de Luciana Gutman fue a ratos correcto, pero repetitivo. Tristán no resultaba muy atractivo e Isolda algo exuberante, en particular su traje final que le daba con la capa aires de superheroína (no logré identificar lo que tenía en el cuello; semejaba una extensión del sostén, pero dudo que Isolda siquiera lo usara). Marke se veía elegante, y Brangania combinó todas las tonalidades de verde posibles. No sé si de Gutman dependió la inserción de una comparsa que hacía de guardia real de Marke; se trataba de un pequeño ejército vestido alla Matrix, con cabezas rapadas coronadas en la nuca con un tatuaje (Kurwenal también tenía uno, aunque no el mismo). Sea quien fuere el responsable, se trata de una mala idea. No solo por razones estéticas (que le daban a la obra un aire oscuro rebuscado), sino también por alterar innecesariamente el carácter dramático de Marke, al que se lo asociaría ahora con la noche, refugio de los amantes. La muerte de Kurwenal también resultó afectada por la participación de la extraña pandilla. Sabemos que muere debido a una confusión, y no porque Marke ordene asesinarlo. La solución acá fue rodearlo y acometerlo al unísono entre todo el grupo sin mediar siquiera provocación. Uno llega a dudar que después de semejante embestida Kurwenal fuera siquiera a pronunciar sus líneas finales.
Pero lo que uno echa de menos en este Tristán es algo más simple que todos los detalles indicados. El entramado de motivos que Wagner provee aquí dista mucho de funcionar de la forma casi programática que encontramos en el Anillo; el flujo de ideas musicales, que a veces parecen agolparse como si no pudieran ser controladas, en ningún momento impide sumergirse en la narración y dejarse llevar por la que tal vez sea la música más erótica que se haya compuesto en ópera. Pero uno no va al teatro solamente a oír la música; uno no espera de una puesta de escena la sugerencia de "cierra los ojos y embriágate con la música". Puede ser discutible cuál es el grado de escenificación del tan complejo, y tan cautivador, segundo acto; pero no tenemos que renunciar por ello a intentar montarlo. Y probar así si alguna imagen sirve a las intenciones de la música. Eso se extrañó: el intento imaginativo de obligarnos a abrir los ojos, que los oídos por más que queramos, no tienen párpados.
Cristóbal Astorga Sepúlveda kastorgas@tiempodemusica.com.ar Santiago de Chile, Agosto de 2007
Imágenes gentileza Prensa Teatro Municipal de Santiago de Chile. Fotografías de Juan Millán T.
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Publicado originalmente el 27 de agosto de 2007 |