LA DAMA DE PICAS, ópera de Piotr Ilitch Tchaikovsky. Función del martes 22 de enero de 2019 en la Royal Opera House, Covent Garden de Londres. Nueva presentación escénica, en coproducción con la Ópera Nacional de Holanda. Dirección musical: Antonio Pappano. Dirección escénica: Stefan Herheim. Escenografía y vestuario: Philipp Fürhofer. Iluminación: Bernd Purkrabek. Dramaturgia: Alexander Meier-Dörzenbach. Reparto: Eva-Maria Westbroek (Lisa), Anna Goryachova (Paulina / Milovzor), Feliciy Palmer (la Condesa), Sergey Polyakov (Hermann), Vladimir Stoyanov (Tchaikovsky-Príncipe Yeletsky), John Lundgren (Conde Tomsky / Zlatogor). Orquesta y Coro de la Royal Opera House. Director de coro: William Spaulding.
1890 puede ser un buen año para la música rusa. Se estrenaba Príncipe Ígor de Borodín, y Piotr Ilitch Tchaikovsky veía subir al escenario La bella durmiente, su segundo gran ballet. A fines de ese año vería la luz su décima ópera, La dama de picas (Pikovaya dama, o también La reina de espadas), un proyecto ambicioso que adaptaba la novella de Pushkin trasladando la acción desde la década de 1830 a los últimos años del reinado de Catalina la Grande en el siglo XVIII. El amor de Tchaikovsky por ese siglo y el estímulo de componer música en clave mozartiana, motivarían al compositor de tal forma que en seis meses completó la partitura.
La dama de picas relata la obsesiva historia del oficial Hermann por una muchacha, Lisa, cuya abuela, la enigmática Condesa, guardaría un secreto: tres cartas que al ser jugadas en el naipe otorgan la victoria. Cuando Hermann visita a la Condesa para intentar averiguar el secreto, produce en ella tal fuerte impresión que muere. Volverá desde el más allá para revelar las cartas exigiendo que Hermann despose a Lisa. Cuando en la escena final, después que la muchacha se ha arrojado al Neva, Hermann intenta jugar para ganar, la tercera carta se revela no como el esperado As, sino como la dama de picas, que con su sonrisa sardónica lleva a Hermann al suicidio.
Decadencia, pasiones subterráneas y un contraste con el mundo ilustrado permiten a Tchaikovsky escribir una música que explota el chiaroscuro. El glamour y la frivolidad del mundo cortesano, rememorado por la Condesa cuando viaja a su juventud entonando un aria de Richard Coeur-de-Lion de Grétry (un anacronismo, pues esa ópera es de 1784), conviven con el engaño y un cierto tinte esperpéntico. Solo algunos de estos elementos se reflejaron en la muy noble dirección de Antonio Pappano, que privilegió más los colores al óleo en un cuadro a ratos casi épico. No hubo mucho de fantasmagoría ni macabre en una dirección que, de todas formas, fue una sólida lectura de la partitura.
Vladimir Stoyanov (Tchaikovsky-Yeletsky) y Aleksandrs Antonenko (Hermann) en una escena de La dama de picas, Royal Opera House, 2019
En escena las cosas fueron en cambio una relectura de la pieza. La puesta de Stefan Herheim se estrenó originalmente en Amsterdam en 2016, y recaló ahora en Londres, donde sus funciones coincideron con la reposición de El lago de los cisnes de Matthew Bourne. Herheim, al igual que Bourne, elabora la pieza con un giro queer, aunque lo hace desde una perspectiva biográfica. En vez de reconstruir la época en que la ópera se desarrolla, Herheim trasladó la acción al tiempo de composición de la misma. Al igual que ocurría con sus Cuentos de Hoffmann, y como también ha pasado con Los Maestros Cantores de Núremberg en la versión de Barrie Kosky, la figura del compositor mismo se transforma en un personaje. En el caso de esta Dama, uno protagónico.
En la ópera, Tchaikovsky incorporó al personaje del príncipe Yeletsky, ajeno a la novela de Pushkin y que canta uno de los números más memorables de la velada. Herheim proyecta en ese personaje al propio Tchaikovsky, manteniéndolo presente en toda la obra, y sugiriendo que el compositor estuvo profundamente atormentado por su homosexualidad, al punto de recuperar la idea que su deceso (debido a la ingesta de agua contaminada por cólera) habría sido intencional. Toda la puesta está plagada de esta pulsión de muerte, simbolizada por vasos con agua fosforescente, al tiempo que la figura de macho recio de Hermann se erige como el objeto del deseo. Ese desear-lo-diferente se ve trastocado cuando al cierre del gran cuadro de fiesta los invitados comienzan a sobreexcitarse por la llegada de Catalina, |